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El Quijote, con perdón

Autor/a: Fernando Ángel Sánchez. Documentalista.
Guardado en Vivencias personales 09/abr/05 16:25

Don Quijote visita El QuijoteSi se pregunta a alguien de mi pueblo sobre su experiencia con el Quijote, quizá le sonría pícaramente o acaso incluso se escandalice. No se extrañe el interlocutor por tales extrañas reacciones. La razón de estos rubores es muy sencilla, pues se da la feliz casualidad de que El Quijote era el cervantino y acaso poco apropiado nombre que alguna mente ilustrada puso a cierta casa de mujeres de vida alegre, de esas que vuesas mercedes, con más finura, llaman de lenocinio, ubicada en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme entre Bullas la vinícola y Mula la tamborera, viejos pueblos murcianos.
Y es que este local, cerrado hace ya unos años por feos y escandalosos asuntos de esta sociedad nuestra tan dada a los vicios más abyectos, realmente podría pasar por cualquiera de esas ventas manchegas que recorrió el ingenioso hidalgo en sus andanzas, con sus paredes blancas de cal, su corral para reposo de caballerías (o mejor para discreto parking de automóviles) y sus grandes puertas de madera vieja.
Allí sin duda Don Quijote (el bueno, el personaje) hubiese intercambiado impresiones sobre fútbol más que sobre libros de caballerías con varios nobles señores, y hubiese conocido a las más gentiles doncellas venidas del Oriente o de exóticos reinos africanos. Ahora bien, la prudencia me obliga a aclarar, como siempre suele hacerse en estos casos y aunque parezca un tópico, que yo nunca estuve allí, que a mí me lo han contado, etc. (y si algún desconfiado y perverso lector no me creyese puedo aducir en mi defensa razones de edad).
El caso es que esta singular venta-castillo a orillas de la vieja carretera comarcal 415 se convirtió en un lugar legendario cual ínsula, aunque al parecer nada Barataria, destino de solterones, juerguistas y novios en capilla, llegando en mi pueblo a imponer su denominación en el acervo popular a la de la obra inmortal de las letras españolas. Así las cosas, recuerdo cuán grande, general y malévola risotada se armó en mi clase cuando nuestro inocente profesor de literatura, recién llegado al instituto local, nos propuso, a treinta alumnos en plena edad del pavo, realizar la "ruta del Quijote".
Y bueno, una vez referido este curioso aspecto de mi tierra natal que espero no me granjee grandes animadversiones entre mis queridos y orgullosos convecinos, debo decir que no recuerdo ni cómo ni por qué llegó a mis manos por primera vez una edición del Quijote. Se trataba, eso sí, de un libro gordo pero económico, de mercadillo, imitando una encuadernación de lujo, con adornos dorados, pero propenso a la papiroalopecia (se le caían las hojas desde las primeras salidas del hidalgo). Por supuesto, estaba ilustrado por el maestro Doré, y de no ser por el desfase cronológico yo siempre hubiese defendido que fue el francés quien primero dibujó al personaje y luego ya Cervantes lo describiría inspirándose en los grabados.
Finalmente me gustaría decir que, sin rechazar el valor universal de la obra, personalmente, y como devoto que soy de la idea del “inconsciente colectivo” de Jung, creo que hay que ser de aquí (no diré español, por ser políticamente incorrecto) para poder disfrutar del Quijote en toda su esencia. Cada personaje nos recuerda a alguien conocido, cada situación nos resulta extrañamente familiar dentro de su absurdez y cada refrán nos hace ver que muchos de nosotros hemos tenido a un Sancho por abuelo. En definitiva, creo que el gran truco de Cervantes fue el de poner en práctica con genial maestría aquella vieja idea de que nadie disfruta tanto hablando mal de España como los propios españoles. Ahí nos tocó la fibra. Un tío listo ese Cervantes.

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Cartel conmemorativo IV Centenario. Autor: Manuel Martínez





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